CUENTOS DE MIEDO
INTERNO 66
Como todos los días,
por la mañana me encuentro con varios compañeros de quinto grado para ir
caminando hasta la escuela. Carlos, mi compañero de banco, el más alto y
corpulento del curso. Tavo, flaquito y pálido, siempre con miedo a todo.
Andrés, el carilindo, le decimos el Facha, por el que todas las chicas
suspiran, y yo, Martín.
Siempre salimos
temprano, para ir charlando tranquilos y siempre pasamos por un lugar
maravilloso. En realidad, nunca entramos y desde la calle apenas podemos ver
algo. El predio debe ocupar unas dos manzanas.
Está rodeado de un
paredón altísimo, pero una reja flanquea la entrada. A través de la reja
podemos ver estacionados, decenas de colectivos destartalados.
London Bus , buy this poster at Allposters.com, click here Dice mi papá que cuando los colectivos tienen un
accidente o el choque es muy grande, muchas veces no conviene arreglarlos
porque es muy caro, entonces los remolcan hasta ese depósito y los usan como
repuestos para otros vehículos.
La verdad es que solo
vimos entrar o salir a un señor que llega por las mañanas que parece ser el
cuidador.
Para nosotros es como un
parque de diversiones inaccesible al que miramos con la pretensión de poder
ingresar sin pagar entrada. Muchas veces es nuestro tema de conversación. Que
por donde se podrá entrar, que qué pasaría si saltáramos la reja, que si el
señor lo cuidará día y noche, y así continuamos divagando sobre la posibilidad
de introducirnos en el preciado depósito vehicular.
Por la tarde, al volver
de la clase de gimnasia, vimos que el cuidador estaba cerrando la reja y luego
se iba caminando despacito hacia la parada de colectivos.
Carlos, vio al
instante una oportunidad.- ¿Y si entramos? Nos preguntó entusiasmado.
-No, mejor nos vamos,
dijo Tavo con esos ojos de cordero miedoso.
-¡Si! ¡Dale, entremos!
Se entusiasmó el Facha.
Yo miré el reloj y vi
que todavía era temprano. ¡Total! ¿Cuanto tiempo tardaríamos en dar una
vuelta?, con una hora alcanza y sobra, pensé.
Carlos ya estaba
montado en lo alto de la reja y nos daba una mano para ayudarnos a treparla.
Tavo, como siempre, fue el último. Enganchó la pierna en el travesaño y
mientras trepaba repetía: -Nos van a agarrar, va a venir la policía, nos van a
dar una flor de paliza.
Carlos enojado le
gritó-¡O te callas o te vas!
Ya estábamos todos
adentro. Era un paraíso. Colectivos de todos los colores y de todas las líneas,
acarreando tremendos choques. Algunos hacía rato que estaban allí, por el óxido
de los hierros. Otros parecían más recientes. Había varios incendiados.
Nos llamó la atención
el interno 24 de la línea 106. Todo el frente y el lateral derecho destrozado.
¿Qué habría pasado? No quedaba una ventanilla sana de ese lado y los asientos,
tapizados en cuerina negra, estaban destrozados. El accidente debió ser
terrible.
El interno 24 estaba
medio inclinado, pero igual entramos a mirar. Todos menos Tavo, que se quedó
petrificado en medio del playón.
Una niebla espesa
comenzó a descender. ¡Qué humedad!, pensé.
Nos miramos todos
extrañados. Tavo comenzó a transpirar de los nervios y a restregarse las manos.
Tavo lloraba y gritaba sin parar. Pronto los cuatro acompañamos sus gritos a coro. A nuestros gritos se sumaron risas fantasmales que agregaron pánico a esa experiencia descontrolada. De pronto sonó el timbre de la puerta trasera. El chofer fantasma redujo la velocidad, la puerta trasera se abrió y se cerró en segundos para volver a tomar carrera rápidamente.
Los cuatro, impávidos
sin saber que hacer, veíamos caer la tarde en nuestro viaje misterioso a
ninguna parte.
repente, escuchamos
nuevamente el timbre de la puerta trasera, era nuestra oportunidad de escapar. La
velocidad impedía que pudiéramos pararnos.
Carlos comenzó a
arrastrarse por el piso mientras se sujetaba de los asientos y tomando a Tavo
del brazo lo obligó a tirarse al piso hacia la puerta trasera. De
Carlos ya estaba con
Tavo junto a la puerta. El colectivo redujo la velocidad, frenó y la puerta se
abrió. Carlos y Tavo se arrojaron del colectivo. El Facha y yo no llegamos a
tiempo ya que la puerta volvió a cerrarse en segundos.
FIN……..

MANOS.
Montones de veces —y a mi pedido— mi inolvidable tío Tomás me contó
esta historia "de miedo" cuando yo era chica y lo acompañaba a pescar
ciertas noches de verano.
Me aseguraba que había sucedido en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. En Pergamino o Junín o Santa Lucía... No recuerdo con exactitud este dato ni la fecha cuando ocurrió tal acontecimiento y —lamentablemente— hace años que él ya no está para aclararme las dudas. Lo que sí recuerdo es que —de entre todos los que el tío solía narrarme mientras sostenía la caña sobre el río y yo me echaba a su lado, cara a las estrellas— este relato era uno de mis preferidos.
—¡Te pone los pelos de punta y —sin embargo— encantada de escucharlo! ¿Quién entiende a esta sobrina? —me decía el tío—. Ah, pero después no quiero quejas de tu mamá, ¿eh? Te lo cuento otra vez a cambio de tu promesa...
Y entonces yo volvía a prometerle que guardaría el secreto, que mi madre no iba a enterarse de que él había vuelto a narrármelo, que iba a aguantarme sin llamarla si no podía dormir más tarde cuando —de regreso a casa— me fuera a la cama y a la soledad de mi cuarto.
Siempre cumplí con mis promesas. Por eso, esta historia de manos —como tantas otras que sospecho eran inventadas por el tío o recordadas desde su propia infancia— me fue contada una y otra vez.
Y una y otra vez la conté yo misma —años después— a mis propios "sobrinos hijos" así como —ahora— me dispongo a contártela: como si —también— fueras mi sobrina o mi sobrino, mi hija o mi hijo y me pidieras:
—¡Dale, tía; dale, mami, un cuento "de miedo"!
Y bien. Aquí va:
Martina, Camila y Oriana eran amigas amiguísimas.
No sólo concurrían a la misma escuela sino que —también— se encontraban fuera de los horarios de las clases. Unas veces, para preparar tareas escolares y otras, simplemente para estar juntas.
De otoño a primavera, las tres solían pasar algunos fines de semana en la casa de campo que la familia de Martina tenía en las afueras de la ciudad.
¡Cómo se divertían entonces! Tantos juegos al aire libre, paseos en bicicleta, cabalgatas, fogones al anochecer...
Aquel sábado de pleno invierno —por ejemplo—lo habían disfrutado por completo, y la alegría de las tres nenas se prolongaba —aún— durante la cena en el comedor de la casa de campo porque la abuela Odila les reservaba una sorpresa: antes de ir a dormir les iba a enseñar unos pasos de zapateo americano, al compás de viejos discos que había traído especialmente para esa ocasión.
Adorable la abuela de Martina. No aparentaba la edad que tenía. Siempre dinámica, coqueta, de buen humor, conversadora. Había sido una excelente bailarina de "tap"1. Las chicas lo sabían y por eso le habían insistido para que bailara con ellas.
—¿Por qué no lo dejan para mañana a la tardecita, ¿eh? Ya es hora de ir a descansar. Además, la abuela no paró un minuto en todo el día. Debe de estar agotada.
La mamá de Martina trató —en vano— de convencerlas para que se fueran a dormir a las cuatro y no sólo a las niñas, porque la abuela tampoco estaba dispuesta a concluir aquella jornada sin la anunciada sesión de baile. Así fue como —al rato y mientras los padres, los perros y la gata se ubicaban en la sala de estar a manera de público— la abuela y las tres nenas se preparaban para la función casera de zapateo americano.
Afuera, el viento parecía querer sumarse con su propia melodía: silbaba con intensidad entre los árboles.
Arriba —bien arriba— el cielo, con las estrellas escondidas tras espesos nubarrones.
La improvisada clase de baile se prolongó cerca de una hora. El tiempo suficiente como para que Martina, Camila y Oriana aprendieran —entre risas— algunos pasos de "tap" y la abuela se quedara exhausta y muy acalorada.
Pronto, todos se retiraron a sus cuartos.
Alrededor de la casa, la noche, tan negra como el sombrero de copa que habían usado para la función.
Las tres nenas ya se habían acostado. Ocupaban el cuarto de huéspedes, como en cada oportunidad que pasaban en esa casa.
Era un dormitorio amplio, ubicado en el primer piso. Tenía ventanas que se abrían sobre el parque trasero del edificio y a través de las cuales solía filtrarse el resplandor de la luna (aunque no en noches como aquella, claro, en la que la oscuridad era un enorme poncho cubriéndolo todo).
En el cuarto había tres camas de una plaza, colocadas en forma paralela, en hilera y separadas por sólidas mesas de luz.
En la cama de la izquierda, Martina, porque prefería el lugar junto a la puerta. En la cama de la derecha, Camila, porque le gustaba el sitio al lado de la ventana.
En la cama del medio, Oriana, porque era miedosa y decía que así se sentía protegida por sus amigas.
Las chicas acababan de dormirse cuando las despertó —de repente— la voz del padre. Terminaba de vestirse —nuevamente y de prisa— a la par que les decía:
—La abuela se descompuso. Nada grave —creemos—, pero vamos a llevarla hasta el hospital del pueblo para que la revisen, así nos quedamos tranquilos. Enseguida volvemos. Ah, dice mamá que no vayan a levantarse, que traten de dormir hasta que regresemos. Hasta luego.
¿Dormir? ¿Quién podía dormir después de esa mala noticia? Las chicas no, al menos, preocupadas como se quedaban por la salud de la querida abuela. Y menos pudieron dormir minutos después de que oyeron el ruido del auto del padre, saliendo de la casa, ya que a la angustia de la espera se agregó el miedo por los tremendos ruidos de la tormenta que —finalmente— había decidido desmelenarse sobre la noche.
Truenos y rayos que conmovían el corazón.
Relámpagos, como gigantescas y electrizadas luciérnagas.
El viento, volcándose como pocas veces antes.
—¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! —gritó Oriana, de repente.
Las otras dos también lo tenían pero permanecían calladas, tragándose la inquietud.
Martina trató de calmar a su amiguita (y de calmarse, por qué negarlo) encendiendo su velador. Camila hizo lo mismo.
La cama de Oriana fue —entonces— la más iluminada de las tres ya que —al estar en el medio de las otras— recibía la luz directa de dos veladores.
—No pasa nada. La tormenta empeora la situación, eso es todo —decía Martina, dándose ánimo ella también con sus propios argumentos.
—Enseguida van a volver con la abuela. Seguro —opinaba Camila.
Y así —entre las lamentaciones de Oriana y las palabras de consuelo de las amigas más corajudas— transcurrió alrededor de un cuarto de hora en todos los relojes.
Cuando el de la sala —grande y de péndulo— marcó las doce con sus ahuecados talanes, las jovencitas ya habían logrado tranquilizarse bastante, a pesar de que la tormenta amenazaba con tornarse inacabable.
Las luces se apagaron de golpe.
—¡No me hagan bromas pesadas! —chilló Oriana—¡Enciendan los veladores otra vez, malditas! —y asustada, ella misma tanteó sobre las mesitas para encontrar las perillas.
Sólo encontró las manos de sus amigas, haciendo lo propio.
—¡Yo no apagué nada, boba! —protestó Camila.
—¡Se habrá cortado la luz! —supuso Martina.
Y así era nomás. Demasiada electricidad haciendo travesuras en el cielo y nada allí —en la casa— donde tanto se la necesitaba en esos momentos...
Oriana se echó a llorar, desconsolada.
—¡Tengo miedo! ¡Hay que ir a buscar las velas a la cocina! ¡Hay que bajar a buscar fósforos y velas! ¡O una linterna!
—"¡Hay que!" "¡Hay que!" ¡Qué viva la señorita! ¿Y quién baja, ¿eh? ¿Quién?—se enojó Camila—. Yo, ¡ni loca!
—¡Yo tampoco! —agregó Martina—. Esta Oriana se cree que soyla Superniña , pero no. Yo
también tengo miedo, ¡qué tanto! Además, mi mamá nos recomendó que no nos
levantáramos, ¿recuerdan?
Oriana lloraba con la cabeza oculta debajo de la almohada.
—Buaaaah... ¿Qué hacemos entonces? ¡Me muero de miedo! Por favor, bajen a buscar velas... Sean buenitas... Buaaah...
Martina sintió pena por su amiga. Si bien eran de la misma edad, Oriana parecía más chiquita y se comportaba como tal. Se compadeció y actuó —entonces— cual si fuera una hermana mayor.
—Bueno, bueno; no llores más, Ori. Tranquila... Se me ocurrió una idea. Vamos a hacer una cosa para no tener más miedo, ¿sí?
—¿Q--ué..? —balbuceó Oriana.
—¿Qué cosa? —Camila también se mostró interesada, lógico (aunque seguía sin quejarse, el temor la hacía temblar). Martina continuó con su explicación:
—Nos tapamos bien —cada una en su cama— y estiramos los brazos, bien estirados hacia afuera, hasta darnos las manos.
Enseguida, lo hicieron.
Obviamente, Oriana fue la que se sintió más amparada: al estar en el medio de sus dos amigas y abrir los brazos en cruz, pudo sentir un apretoncito en ambas manos.
—¡Qué suertuda Ori!, ¿eh? —bromeó Camila.
—Desde tu cama se recibe compañía de los dos lados...
—En cambio, nosotras... —completó Martina— sólo con una mano...
Y así —de manos fuertemente entrelazadas— las tres niñas lograron vencer buena parte de sus miedos.
Al rato, todas dormían.
Afuera, la tormenta empezaba a despedirse.
Gracias a Dios, la abuela ya se siente bien —les contó la madre al amanecer del día siguiente, en cuanto retornaron a la casa con su marido y su suegra y dispararon al primer piso para ver cómo estaban las chicas—. Fue sólo un susto. Como —a su regreso— las niñas dormían plácidamente, la abuela misma había sido la encargada de despertarlas para avisarles que todo estaba en orden. ¡Qué alegría!
—Así me gusta. ¡Son muy valientes! Las felicito —y la abuela las besó y les prometió servirles el desayuno en la cama, para mimarlas un poco, después de la noche de nervios que habían pasado.
—No tan valientes, señora... Al menos, yo no... —susurró Oriana, algo avergonzada por su comportamiento de la víspera—. Fue su nieta la que consiguió que nos calmáramos...
Tras esta confesión de la nena, padres y abuela quisieron saber qué habían hecho para no asustarse demasiado.
Entonces, las tres amiguitas les contaron:
—Nos tapamos bien, cada una en su cama como ahora...
—Estirarnos los brazos así, como ahora...
—Nos dimos las manos con fuerza, así, como ahora...
¡Qué impresión les causó lo que comprobaron en ese instante, María Santísima! Y de la misma no se libraron ni los padres ni la abuela.
Resulta que por más que se esforzaron —estirando los brazos a más no poder— sus manos infantiles no llegaban a rozarse siquiera.
¡Y había que correr las camas laterales unos diez centímetros hacia la del medio para que las chicas pudieran tocarse —apenas— las puntas de los dedos!
Sin embargo, las tres habían —realmente— sentido que sus manos les eran estrechadas por otras, no bien llevaron a la acción la propuesta de Martina.
—¿Las manos de quién??? —exclamaron entonces, mientras los adultos trataban de disimular sus propios sentimientos de horror.
—¿De quiénes??? —corrigió Oriana, con una mueca de espanto. ¡Ella había sido tomada de ambas manos!
Manos.
Cuatro manos más aparte de las seis de las niñas, moviéndose en la oscuridad de aquella noche al encuentro de otras, en busca de aferrarse entre sí.
Manos humanas.
Manos espectrales.
(Acaso ——a veces, de tanto en tanto— los fantasmas también tengan miedo... y nos necesiten...)
Me aseguraba que había sucedido en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. En Pergamino o Junín o Santa Lucía... No recuerdo con exactitud este dato ni la fecha cuando ocurrió tal acontecimiento y —lamentablemente— hace años que él ya no está para aclararme las dudas. Lo que sí recuerdo es que —de entre todos los que el tío solía narrarme mientras sostenía la caña sobre el río y yo me echaba a su lado, cara a las estrellas— este relato era uno de mis preferidos.
—¡Te pone los pelos de punta y —sin embargo— encantada de escucharlo! ¿Quién entiende a esta sobrina? —me decía el tío—. Ah, pero después no quiero quejas de tu mamá, ¿eh? Te lo cuento otra vez a cambio de tu promesa...
Y entonces yo volvía a prometerle que guardaría el secreto, que mi madre no iba a enterarse de que él había vuelto a narrármelo, que iba a aguantarme sin llamarla si no podía dormir más tarde cuando —de regreso a casa— me fuera a la cama y a la soledad de mi cuarto.
Siempre cumplí con mis promesas. Por eso, esta historia de manos —como tantas otras que sospecho eran inventadas por el tío o recordadas desde su propia infancia— me fue contada una y otra vez.
Y una y otra vez la conté yo misma —años después— a mis propios "sobrinos hijos" así como —ahora— me dispongo a contártela: como si —también— fueras mi sobrina o mi sobrino, mi hija o mi hijo y me pidieras:
—¡Dale, tía; dale, mami, un cuento "de miedo"!
Y bien. Aquí va:
Martina, Camila y Oriana eran amigas amiguísimas.
No sólo concurrían a la misma escuela sino que —también— se encontraban fuera de los horarios de las clases. Unas veces, para preparar tareas escolares y otras, simplemente para estar juntas.
De otoño a primavera, las tres solían pasar algunos fines de semana en la casa de campo que la familia de Martina tenía en las afueras de la ciudad.
¡Cómo se divertían entonces! Tantos juegos al aire libre, paseos en bicicleta, cabalgatas, fogones al anochecer...
Aquel sábado de pleno invierno —por ejemplo—lo habían disfrutado por completo, y la alegría de las tres nenas se prolongaba —aún— durante la cena en el comedor de la casa de campo porque la abuela Odila les reservaba una sorpresa: antes de ir a dormir les iba a enseñar unos pasos de zapateo americano, al compás de viejos discos que había traído especialmente para esa ocasión.
Adorable la abuela de Martina. No aparentaba la edad que tenía. Siempre dinámica, coqueta, de buen humor, conversadora. Había sido una excelente bailarina de "tap"1. Las chicas lo sabían y por eso le habían insistido para que bailara con ellas.
—¿Por qué no lo dejan para mañana a la tardecita, ¿eh? Ya es hora de ir a descansar. Además, la abuela no paró un minuto en todo el día. Debe de estar agotada.
La mamá de Martina trató —en vano— de convencerlas para que se fueran a dormir a las cuatro y no sólo a las niñas, porque la abuela tampoco estaba dispuesta a concluir aquella jornada sin la anunciada sesión de baile. Así fue como —al rato y mientras los padres, los perros y la gata se ubicaban en la sala de estar a manera de público— la abuela y las tres nenas se preparaban para la función casera de zapateo americano.
Afuera, el viento parecía querer sumarse con su propia melodía: silbaba con intensidad entre los árboles.
Arriba —bien arriba— el cielo, con las estrellas escondidas tras espesos nubarrones.
La improvisada clase de baile se prolongó cerca de una hora. El tiempo suficiente como para que Martina, Camila y Oriana aprendieran —entre risas— algunos pasos de "tap" y la abuela se quedara exhausta y muy acalorada.
Pronto, todos se retiraron a sus cuartos.
Alrededor de la casa, la noche, tan negra como el sombrero de copa que habían usado para la función.
Las tres nenas ya se habían acostado. Ocupaban el cuarto de huéspedes, como en cada oportunidad que pasaban en esa casa.
Era un dormitorio amplio, ubicado en el primer piso. Tenía ventanas que se abrían sobre el parque trasero del edificio y a través de las cuales solía filtrarse el resplandor de la luna (aunque no en noches como aquella, claro, en la que la oscuridad era un enorme poncho cubriéndolo todo).
En el cuarto había tres camas de una plaza, colocadas en forma paralela, en hilera y separadas por sólidas mesas de luz.
En la cama de la izquierda, Martina, porque prefería el lugar junto a la puerta. En la cama de la derecha, Camila, porque le gustaba el sitio al lado de la ventana.
En la cama del medio, Oriana, porque era miedosa y decía que así se sentía protegida por sus amigas.
Las chicas acababan de dormirse cuando las despertó —de repente— la voz del padre. Terminaba de vestirse —nuevamente y de prisa— a la par que les decía:
—La abuela se descompuso. Nada grave —creemos—, pero vamos a llevarla hasta el hospital del pueblo para que la revisen, así nos quedamos tranquilos. Enseguida volvemos. Ah, dice mamá que no vayan a levantarse, que traten de dormir hasta que regresemos. Hasta luego.
¿Dormir? ¿Quién podía dormir después de esa mala noticia? Las chicas no, al menos, preocupadas como se quedaban por la salud de la querida abuela. Y menos pudieron dormir minutos después de que oyeron el ruido del auto del padre, saliendo de la casa, ya que a la angustia de la espera se agregó el miedo por los tremendos ruidos de la tormenta que —finalmente— había decidido desmelenarse sobre la noche.
Truenos y rayos que conmovían el corazón.
Relámpagos, como gigantescas y electrizadas luciérnagas.
El viento, volcándose como pocas veces antes.
—¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! —gritó Oriana, de repente.
Las otras dos también lo tenían pero permanecían calladas, tragándose la inquietud.
Martina trató de calmar a su amiguita (y de calmarse, por qué negarlo) encendiendo su velador. Camila hizo lo mismo.
La cama de Oriana fue —entonces— la más iluminada de las tres ya que —al estar en el medio de las otras— recibía la luz directa de dos veladores.
—No pasa nada. La tormenta empeora la situación, eso es todo —decía Martina, dándose ánimo ella también con sus propios argumentos.
—Enseguida van a volver con la abuela. Seguro —opinaba Camila.
Y así —entre las lamentaciones de Oriana y las palabras de consuelo de las amigas más corajudas— transcurrió alrededor de un cuarto de hora en todos los relojes.
Cuando el de la sala —grande y de péndulo— marcó las doce con sus ahuecados talanes, las jovencitas ya habían logrado tranquilizarse bastante, a pesar de que la tormenta amenazaba con tornarse inacabable.
Las luces se apagaron de golpe.
—¡No me hagan bromas pesadas! —chilló Oriana—¡Enciendan los veladores otra vez, malditas! —y asustada, ella misma tanteó sobre las mesitas para encontrar las perillas.
Sólo encontró las manos de sus amigas, haciendo lo propio.
—¡Yo no apagué nada, boba! —protestó Camila.
—¡Se habrá cortado la luz! —supuso Martina.
Y así era nomás. Demasiada electricidad haciendo travesuras en el cielo y nada allí —en la casa— donde tanto se la necesitaba en esos momentos...
Oriana se echó a llorar, desconsolada.
—¡Tengo miedo! ¡Hay que ir a buscar las velas a la cocina! ¡Hay que bajar a buscar fósforos y velas! ¡O una linterna!
—"¡Hay que!" "¡Hay que!" ¡Qué viva la señorita! ¿Y quién baja, ¿eh? ¿Quién?—se enojó Camila—. Yo, ¡ni loca!
—¡Yo tampoco! —agregó Martina—. Esta Oriana se cree que soy
Oriana lloraba con la cabeza oculta debajo de la almohada.
—Buaaaah... ¿Qué hacemos entonces? ¡Me muero de miedo! Por favor, bajen a buscar velas... Sean buenitas... Buaaah...
Martina sintió pena por su amiga. Si bien eran de la misma edad, Oriana parecía más chiquita y se comportaba como tal. Se compadeció y actuó —entonces— cual si fuera una hermana mayor.
—Bueno, bueno; no llores más, Ori. Tranquila... Se me ocurrió una idea. Vamos a hacer una cosa para no tener más miedo, ¿sí?
—¿Q--ué..? —balbuceó Oriana.
—¿Qué cosa? —Camila también se mostró interesada, lógico (aunque seguía sin quejarse, el temor la hacía temblar). Martina continuó con su explicación:
—Nos tapamos bien —cada una en su cama— y estiramos los brazos, bien estirados hacia afuera, hasta darnos las manos.
Enseguida, lo hicieron.
Obviamente, Oriana fue la que se sintió más amparada: al estar en el medio de sus dos amigas y abrir los brazos en cruz, pudo sentir un apretoncito en ambas manos.
—¡Qué suertuda Ori!, ¿eh? —bromeó Camila.
—Desde tu cama se recibe compañía de los dos lados...
—En cambio, nosotras... —completó Martina— sólo con una mano...
Y así —de manos fuertemente entrelazadas— las tres niñas lograron vencer buena parte de sus miedos.
Al rato, todas dormían.
Afuera, la tormenta empezaba a despedirse.
Gracias a Dios, la abuela ya se siente bien —les contó la madre al amanecer del día siguiente, en cuanto retornaron a la casa con su marido y su suegra y dispararon al primer piso para ver cómo estaban las chicas—. Fue sólo un susto. Como —a su regreso— las niñas dormían plácidamente, la abuela misma había sido la encargada de despertarlas para avisarles que todo estaba en orden. ¡Qué alegría!
—Así me gusta. ¡Son muy valientes! Las felicito —y la abuela las besó y les prometió servirles el desayuno en la cama, para mimarlas un poco, después de la noche de nervios que habían pasado.
—No tan valientes, señora... Al menos, yo no... —susurró Oriana, algo avergonzada por su comportamiento de la víspera—. Fue su nieta la que consiguió que nos calmáramos...
Tras esta confesión de la nena, padres y abuela quisieron saber qué habían hecho para no asustarse demasiado.
Entonces, las tres amiguitas les contaron:
—Nos tapamos bien, cada una en su cama como ahora...
—Estirarnos los brazos así, como ahora...
—Nos dimos las manos con fuerza, así, como ahora...
¡Qué impresión les causó lo que comprobaron en ese instante, María Santísima! Y de la misma no se libraron ni los padres ni la abuela.
Resulta que por más que se esforzaron —estirando los brazos a más no poder— sus manos infantiles no llegaban a rozarse siquiera.
¡Y había que correr las camas laterales unos diez centímetros hacia la del medio para que las chicas pudieran tocarse —apenas— las puntas de los dedos!
Sin embargo, las tres habían —realmente— sentido que sus manos les eran estrechadas por otras, no bien llevaron a la acción la propuesta de Martina.
—¿Las manos de quién??? —exclamaron entonces, mientras los adultos trataban de disimular sus propios sentimientos de horror.
—¿De quiénes??? —corrigió Oriana, con una mueca de espanto. ¡Ella había sido tomada de ambas manos!
Manos.
Cuatro manos más aparte de las seis de las niñas, moviéndose en la oscuridad de aquella noche al encuentro de otras, en busca de aferrarse entre sí.
Manos humanas.
Manos espectrales.
(Acaso ——a veces, de tanto en tanto— los fantasmas también tengan miedo... y nos necesiten...)
Cuento del libro "Socorro" de Elsa Bornemann

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