cuentos con brujas

Blancanieves

Blancanieves
Había una vez, en pleno invierno, una reina que se dedicaba a la costura sentada cerca de una venta-na con marco de ébano negro. Los copos de nieve caían del cielo como plumones. Mirando nevar se pinchó un dedo con su aguja y tres gotas de sangre cayeron en la nieve. Como el efecto que hacía el rojo sobre la blanca nieve era tan bello, la reina se dijo.
-¡Ojalá tuviera una niña tan blanca como la nie-ve, tan roja como la sangre y tan negra como la madera de ébano!
Poco después tuvo una niñita que era tan blanca como la nieve, tan encarnada como la sangre y cuyos cabellos eran tan negros como el ébano.
Por todo eso fue llamada Blancanieves. Y al na-cer la niña, la reina murió.
Un año más tarde el rey tomó otra esposa. Era una mujer bella pero orgullosa y arrogante, y no po-día soportar que nadie la superara en belleza. Tenía un espejo maravilloso y cuando se ponía frente a él, mirándose le preguntaba:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
Entonces el espejo respondía:
La Reina es la más hermosa de esta región.
Ella quedaba satisfecha pues sabía que su espejo siempre decía la verdad.
Pero Blancanieves crecía y embellecía cada vez más; cuando alcanzó los siete años era tan bella co-mo la clara luz del día y aún más linda que la reina.
Ocurrió que un día cuando le preguntó al espejo:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
el espejo respondió:
La Reina es la hermosa de este lugar,
pero la linda Blancanieves lo es mucho más.
Entonces la reina tuvo miedo y se puso amarilla y verde de envidia. A partir de ese momento, cuando veía a Blancanieves el corazón le daba un vuelco en el pecho, tal era el odio que sentía por la niña. Y su envidia y su orgullo crecían cada día más, como una mala hierba, de tal modo que no encontraba reposo, ni de día ni de noche.
Entonces hizo llamar a un cazador y le dijo:
-Lleva esa niña al bosque; no quiero que aparez-ca más ante mis ojos. La matarás y me traerás sus pulmones y su hígado como prueba.
El cazador obedeció y se la llevó, pero cuando quiso atravesar el corazón de Blancanieves, la niña se puso a llorar y exclamó:
-¡Mi buen cazador, no me mates!; correré hacia el bosque espeso y no volveré nunca más.
Como era tan linda el cazador tuvo piedad y di-jo:
-¡Corre, pues, mi pobre niña!
Pensaba, sin embargo, que las fieras pronto la devorarían. No obstante, no tener que matarla fue para él como si le quitaran un peso del corazón. Un cerdito venía saltando; el cazador lo mató, extrajo sus pulmones y su hígado y los llevó a la reina como prueba de que había cumplido su misión. El cocine-ro los cocinó con sal y la mala mujer los comió cre-yendo comer los pulmones y el hígado de Blancanieves.
Por su parte, la pobre niña se encontraba en medio de los grandes bosques, abandonada por todos y con tal miedo que todas las hojas de los árbo-les la asustaban. No tenía idea de cómo arreglárselas y entonces corrió y corrió sobre guijarros filosos y a través de las zarzas. Los animales salvajes se cruza-ban con ella pero no le hacían ningún daño. Corrió hasta la caída de la tarde; entonces vio una casita a la que entró para descansar. En la cabañita todo era pequeño, pero tan lindo y limpio como se pueda imaginar. Había una mesita pequeña con un mantel blanco y sobre él siete platitos, cada uno con su pe-queña cuchara, más siete cuchillos, siete tenedores y siete vasos, todos pequeños. A lo largo de la pared estaban dispuestas, una junto a la otra, siete camitas cubiertas con sábanas blancas como la nieve. Como tenía mucha hambre y mucha sed, Blancanieves co-mió trozos de legumbres y de pan de cada platito y bebió una gota de vino de cada vasito. Luego se sin-tió muy cansada y se quiso acostar en una de las ca-mas. Pero ninguna era de su medida; una era demasiado larga, otra un poco corta, hasta que fi-nalmente la séptima le vino bien. Se acostó, se en-comendó a Dios y se durmió.
Cuando cayó la noche volvieron los dueños de casa; eran siete enanos que excavaban y extraían metal en las montañas. Encendieron sus siete faro-litos y vieron que alguien había venido, pues las co-sas no estaban en el orden en que las habían dejado. El primero dijo:
-¿Quién se sentó en mi sillita?
El segundo:
-¿Quién comió en mi platito?
El tercero:
-¿Quién comió de mi pan?
El cuarto:
-¿Quién comió de mis legumbres?
El quinto.
-¿Quién pinchó con mi tenedor?
El sexto:
-¿Quién cortó con mi cuchillo?
El séptimo:
-¿Quién bebió en mi vaso?
Luego el primero pasó su vista alrededor y vio una pequeña arruga en su cama y dijo:
-¿Quién anduvo en mi lecho?
Los otros acudieron y exclamaron:
-¡Alguien se ha acostado en el mío también! Mi-rando en el suyo, el séptimo descubrió a Blancanie-ves, acostada y dormida. Llamó a los otros, que se precipitaron con exclamaciones de asombro. Enton-ces fueron a buscar sus siete farolitos para alumbrar a Blancanieves.
-¡Oh, mi Dios -exclamaron- qué bella es esta ni-ña!
Y sintieron una alegría tan grande que no la des-pertaron y la dejaron proseguir su sueño. El séptimo enano se acostó una hora con cada uno de sus com-pañeros y así pasó la noche.
Al amanecer, Blancanieves despertó y viendo a los siete enanos tuvo miedo. Pero ellos se mostraron amables y le preguntaron.
-¿Cómo te llamas?
-Me llamo Blancanieves -respondió ella.
-¿Como llegaste hasta nuestra casa?
Entonces ella les contó que su madrastra había querido matarla pero el cazador había tenido piedad de ella permitiéndole correr durante todo el día hasta encontrar la casita.
Los enanos le dijeron:
-Si quieres hacer la tarea de la casa, cocinar, ha-cer las camas, lavar, coser y tejer y si tienes todo en orden y bien limpio puedes quedarte con nosotros; no te faltará nada.
-Sí -respondió Blancanieves- acepto de todo co-razón. Y se quedó con ellos.
Blancanieves tuvo la casa en orden. Por las ma-ñanas los enanos partían hacia las montañas, donde buscaban los minerales y el oro, y regresaban por la noche. Para ese entonces la comida estaba lista.
Durante todo el día la niña permanecía sola; los buenos enanos la previnieron:
-¡Cuídate de tu madrastra; pronto sabrá que estás aquí! ¡No dejes entrar a nadie!
La reina, una vez que comió los que creía que eran los pulmones y el hígado de Blancanieves, se creyó de nuevo la principal y la más bella de todas las mujeres. Se puso ante el espejo y dijo:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
Entonces el espejo respondió.
Pero, pasando los bosques,
en la casa de los enanos,
la linda Blancanieves lo es mucho más.
La Reina es la más hermosa de este lugar
La reina quedó aterrorizada pues sabía que el es-pejo no mentía nunca. Se dio cuenta de que el caza-dor la había engañado y de que Blancanieves vivía. Reflexionó y buscó un nuevo modo de deshacerse de ella pues hasta que no fuera la más bella de la re-gión la envidia no le daría tregua ni reposo. Cuando finalmente urdió un plan se pintó la cara, se vistió como una vieja buhonera y quedó totalmente irre-conocible.
Así disfrazada atravesó las siete montañas y llegó a la casa de los siete enanos, golpeó a la puerta y gritó:
-¡Vendo buena mercadería! ¡Vendo! ¡Vendo!
Blancanieves miró por la ventana y dijo:
-Buen día, buena mujer. ¿Qué vende usted?
-Una excelente mercadería -respondió-; cintas de todos colores.
La vieja sacó una trenzada en seda multicolor, y Blancanieves pensó:
-Bien puedo dejar entrar a esta buena mujer.
Corrió el cerrojo para permitirle el paso y poder comprar esa linda cinta.
-¡Niña -dijo la vieja- qué mal te has puesto esa cinta! Acércate que te la arreglo como se debe.
Blancanieves, que no desconfiaba, se colocó delante de ella para que le arreglara el lazo. Pero rápi-damente la vieja lo oprimió tan fuerte que Blancanieves perdió el aliento y cayó como muerta.
-Y bien -dijo la vieja-, dejaste de ser la más bella. Y se fue.
Poco después, a la noche, los siete enanos regre-saron a la casa y se asustaron mucho al ver a Blanca-nieves en el suelo, inmóvil. La levantaron y descubrieron el lazo que la oprimía. Lo cortaron y Blancanieves comenzó a respirar y a reanimarse po-co a poco.
Cuando los enanos supieron lo que había pasado dijeron:
-La vieja vendedora no era otra que la malvada reina. ¡Ten mucho cuidado y no dejes entrar a nadie cuando no estamos cerca!
Cuando la reina volvió a su casa se puso frente al espejo y preguntó:
¡Espejito, espejito, de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
Entonces, como la vez anterior, respondió:
La Reina es la más hermosa de este lugar,
Pero pasando los bosques,
en la casa de los enanos,
la linda Blancanieves lo es mucho más.
Cuando oyó estas palabras toda la sangre le aflu-yó al corazón. El terror la invadió, pues era claro que Blancanieves había recobrado la vida.
-Pero ahora -dijo ella- voy a inventar algo que te hará perecer.
Y con la ayuda de sortilegios, en los que era ex-perta, fabricó un peine envenenado. Luego se disfra-zó tomando el aspecto de otra vieja. Así vestida atravesó las siete montañas y llegó a la casa de los siete enanos. Golpeó a la puerta y gritó:
-¡Vendo buena mercadería! ¡Vendo! ¡Vendo!
Blancanieves miró desde adentro y dijo:
-Sigue tu camino; no puedo dejar entrar a nadie.
-Al menos podrás mirar -dijo la vieja, sacando el peine envenenado y levantándolo en el aire.
Tanto le gustó a la niña que se dejó seducir y abrió la puerta. Cuando se pusieron de acuerdo so-bre la compra la vieja le dilo:
-Ahora te voy a peinar como corresponde.
La pobre Blancanieves, que nunca pensaba mal, dejó hacer a la vieja pero apenas ésta le había puesto el peine en los cabellos el veneno hizo su efecto y la pequeña cayó sin conocimiento.
-¡Oh, prodigio de belleza -dijo la mala mujer-ahora sí que acabé contigo!
Por suerte la noche llegó pronto trayendo a los enanos con ella. Cuando vieron a Blancanieves en el suelo, como muerta, sospecharon enseguida de la madrastra. Examinaron a la niña y encontraron el peine envenenado. Apenas lo retiraron, Blancanieves volvió en sí y les contó lo que había sucedido. En-tonces le advirtieron una vez más que debería cui-darse y no abrir la puerta a nadie.
En cuanto llegó a su casa la reina se colocó frente al espejo y dijo:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
Y el espejito, respondió nuevamente:
La Reina es la más hermosa de este lugar.
Pero pasando los bosques,
en la casa de los enanos,
la linda Blancanieves lo es mucho más.
La reina al oír hablar al espejo de ese modo, se estremeció y tembló de cólera.
-Es necesario que Blancanieves muera -exclamó-aunque me cueste la vida a mí misma.
Se dirigió entonces a una habitación escondida y solitaria a la que nadie podía entrar y fabricó una manzana envenenada. Exteriormente parecía buena, blanca y roja y tan bien hecha que tentaba a quien la veía; pero apenas se comía un trocito sobrevenía la muerte. Cuando la manzana estuvo pronta, se pintó la cara, se disfrazó de campesina y atravesó las siete montañas hasta llegar a la casa de los siete enanos.
Golpeó. Blancanieves sacó la cabeza por la ven-tana y dijo:
-No puedo dejar entrar a nadie; los enanos me lo han prohibido.
-No es nada -dijo la campesina- me voy a librar de mis manzanas. Toma, te voy a dar una.
-No-dijo Blancanieves -tampoco debo aceptar nada.
-¿Ternes que esté envenenada? -dijo la vieja-; mi-ra, corto la manzana en dos partes; tú comerás la parte roja y yo la blanca.
La manzana estaba tan ingeniosamente hecha que solamente la parte roja contenía veneno. La be-lla manzana tentaba a Blancanieves y cuando vio a la campesina comer no pudo resistir más, estiró la ma-no y tomó la mitad envenenada. Apenas tuvo un trozo en la boca, cayó muerta.
Entonces la vieja la examinó con mirada horri-ble, rió muy fuerte y dijo.
-Blanca como la nieve, roja como la sangre, ne-gra como el ébano. ¡Esta vez los enanos no podrán reanimarte!
Vuelta a su casa interrogó al espejo:
¡Espejito, espejito de mi habitación!
¿Quién es la más hermosa de esta región? Y el espejo finalmente respondió. La Reina es la más hermosa de esta región.
Entonces su corazón envidioso encontró repo-so, si es que los corazones envidiosos pueden en-contrar alguna vez reposo.
A la noche, al volver a la casa, los enanitos en-contraron a Blancanieves tendida en el suelo sin que un solo aliento escapara de su boca: estaba muerta. La levantaron, buscaron alguna cosa envenenada, aflojaron sus lazos, le peinaron los cabellos, la lava-ron con agua y con vino pelo todo esto no sirvió de nada: la querida niña estaba muerta y siguió están-dolo.
La pusieron en una parihuela. se sentaron junto a ella y durante tres días lloraron. Luego quisieron enterrarla pero ella estaba tan fresca como una per-sona viva y mantenía aún sus mejillas sonrosadas.
Los enanos se dijeron:
-No podemos ponerla bajo la negra tierra. E hi-cieron un ataúd de vidrio para que se la pudiera ver desde todos los ángulos, la pusieron adentro e inscribieron su nombre en letras de oro proclamando que era hija de un rey. Luego expusieron el ataúd en la montaña. Uno de ellos permanecería siempre a su lado para cuidarla. Los animales también vinieron a llorarla: primero un mochuelo, luego un cuervo y más tarde una palomita.
Blancanieves permaneció mucho tiempo en el ataúd sin descomponerse; al contrario, parecía dor-mir, ya que siempre estaba blanca como la nieve, roja como la sangre y sus cabellos eran negros como el ébano.
Ocurrió una vez que el hijo de un rey llegó, por azar, al bosque y fue a casa de los enanos a pasar la noche. En la montaña vio el ataúd con la hermosa Blancanieves en su interior y leyó lo que estaba es-crito en letras de oro.
Entonces dijo a los enanos:
-Dénme ese ataúd; les daré lo que quieran a cambio.
-No lo daríamos por todo el oro del mundo -respondieron los enanos.
-En ese caso -replicó el príncipe- regálenmelo pues no puedo vivir sin ver a Blancanieves. La hon-raré, la estimaré como a lo que más quiero en el mundo.
Al oírlo hablar de este modo los enanos tuvieron piedad de él y le dieron el ataúd. El príncipe lo hizo llevar sobre las espaldas de sus servidores, pero su-cedió que éstos tropezaron contra un arbusto y co-mo consecuencia del sacudón el trozo de manzana envenenada que Blancanieves aún conservaba en su garganta fue despedido hacia afuera. Poco después abrió los ojos, levantó la tapa del ataúd y se irguió, resucitada.
-¡Oh, Dios!, ¿dónde estoy? -exclamó.
-Estás a mi lado -le dijo el príncipe lleno de ale-gría.
Le contó lo que había pasado y le dijo:
-Te amo como a nadie en el mundo; ven conmi-go al castillo de mi padre; serás mi mujer.
Entonces Blancanieves comenzó a sentir cariño por él y se preparó la boda con gran pompa y mag-nificencia.
También fue invitada a la fiesta la madrastra criminal de Blancanieves. Después de vestirse con sus hermosos trajes fue ante el espejo y preguntó:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
El espejo respondió:
La Reina es la más hermosa de este lugar. Pero la joven Reina lo es mucho más.
Entonces la mala mujer lanzó un juramento y tuvo tanto, tanto miedo, que no supo qué hacer. Al principio no quería ir de ningún modo a la boda. Pero no encontró reposo hasta no ver a la joven reina.
Al entrar reconoció a Blancanieves y la angustia y el espanto que le produjo el descubrimiento la de-jaron clavada al piso sin poder moverse.
Pero ya habían puesto zapatos de hierro sobre carbones encendidos y luego los colocaron delante de ella con tenazas. Se obligó a la bruja a entrar en esos zapatos incandescentes y a bailar hasta que le llegara la muerte.
Hansel y Gretel
Junto a un bosque muy grande vivía un pobre leñador
con su mujer y dos hijos; el niño se llamaba Hänsel, y la niña, Gretel.
Apenas tenían qué comer, y en una época de carestía que sufrió el
país, llegó un momento en que el hombre ni siquiera podía ganarse el
pan de cada día. Estaba el leñador una noche en la cama, cavilando y
revolviéndose, sin que las preocupaciones le dejaran pegar el ojo;
finalmente, dijo, suspirando, a su mujer: - ¿Qué va a ser de nosotros?
¿Cómo alimentar a los pobres pequeños, puesto que nada nos queda? - Se
me ocurre una cosa -respondió ella-.
Mañana, de madrugada, nos llevaremos a los niños a lo
más espeso del bosque. Les encenderemos un fuego, les daremos un
pedacito de pan y luego los dejaremos solos para ir a nuestro trabajo.
Como no sabrán encontrar el camino de vuelta, nos libraremos de ellos. -
¡Por Dios, mujer! -replicó el hombre-. Eso no lo hago yo. ¡Cómo voy a
cargar sobre mí el abandonar a mis hijos en el bosque! No tardarían en
ser destrozados por las fieras. - ¡No seas necio! -exclamó ella-.
¿Quieres, pues, que nos muramos de hambre los cuatro? ¡Ya puedes
ponerte a aserrar las tablas de los ataúdes! -. Y no cesó de
importunarle hasta que el hombre accedió-. Pero me dan mucha lástima
-decía. Los dos hermanitos, a quienes el hambre mantenía siempre
desvelados, oyeron lo que su madrastra aconsejaba a su padre. Gretel,
entre amargas lágrimas, dijo a Hänsel: - ¡Ahora sí que estamos
perdidos! - No llores, Gretel -la consoló el niño-, y no te aflijas,
que yo me las arreglaré para salir del paso.
Y cuando los viejos estuvieron dormidos, levantóse,
púsose la chaquetita y salió a la calle por la puerta trasera. Brillaba
una luna esplendoroso y los blancos guijarros que estaban en el suelo
delante de la casa, relucían como plata pura. Hänsel los fue recogiendo
hasta que no le cupieron más en los bolsillos. De vuelta a su cuarto,
dijo a Gretel: - Nada temas, hermanita, y duerme tranquila: Dios no nos
abandonará -y se acostó de nuevo. A las primeras luces del día, antes
aún de que saliera el sol, la mujer fue a llamar a los niños: - ¡Vamos,
holgazanes, levantaos! Hemos de ir al bosque por leña-. Y dando a cada
uno un pedacito de pan, les advirtió-: Ahí tenéis esto para mediodía,
pero no os lo comáis antes, pues no os daré más. Gretel se puso el pan
debajo del delantal, porque Hänsel llevaba los bolsillos llenos de
piedras, y emprendieron los cuatro el camino del bosque. Al cabo de un
ratito de andar, Hänsel se detenía de cuando en cuando, para volverse a
mirar hacia la casa. Dijo el padre: - Hänsel, no te quedes rezagado
mirando atrás, ¡atención y piernas vivas! - Es que miro el gatito
blanco, que desde el tejado me está diciendo adiós -respondió el niño.
Y replicó la mujer: - Tonto, no es el gato, sino el
sol de la mañana, que se refleja en la chimenea. Pero lo que estaba
haciendo Hänsel no era mirar el gato, sino ir echando blancas
piedrecitas, que sacaba del bolsillo, a lo largo del camino. Cuando
estuvieron en medio del bosque, dijo el padre: - Recoged ahora leña,
pequeños, os encenderé un fuego para que no tengáis frío. Hänsel y
Gretel reunieron un buen montón de leña menuda. Prepararon una hoguera,
y cuando ya ardió con viva llama, dijo la mujer: - Poneos ahora al
lado del fuego, chiquillos, y descansad, mientras nosotros nos vamos
por el bosque a cortar leña. Cuando hayamos terminado, vendremos a
recogeros. Los dos hermanitos se sentaron junto al fuego, y al
mediodía, cada uno se comió su pedacito de pan. Y como oían el ruido de
los hachazos, creían que su padre estaba cerca. Pero, en realidad, no
era el hacha, sino una rama que él había atado a un árbol seco, y que
el viento hacía chocar contra el tronco.
Al cabo de mucho rato de estar allí sentados, el
cansancio les cerró los ojos, y se quedaron profundamente dormidos.
Despertaron, cuando ya era noche cerrada. Gretel se echó a llorar,
diciendo: - ¿Cómo saldremos del bosque? Pero Hänsel la consoló: -
Espera un poquitín a que brille la luna, que ya encontraremos el
camino. Y cuando la luna estuvo alta en el cielo, el niño, cogiendo de
la mano a su hermanita, guiose por las guijas, que, brillando como
plata batida, le indicaron la ruta. Anduvieron toda la noche, y
llegaron a la casa al despuntar el alba. Llamaron a la puerta y les
abrió la madrastra, que, al verlos, exclamó: - ¡Diablo de niños! ¿Qué
es eso de quedarse tantas horas en el bosque? ¡Creíamos que no queríais
volver! El padre, en cambio, se alegró de que hubieran vuelto, pues le
remordía la conciencia por haberlos abandonado. Algún tiempo después
hubo otra época de miseria en el país, y los niños oyeron una noche
cómo la madrastra, estando en la cama, decía a su marido: - Otra vez se
ha terminado todo; sólo nos queda media hogaza de pan, y sanseacabó.
Tenemos que deshacernos de los niños. Los llevaremos más adentro del
bosque para que no puedan encontrar el camino; de otro modo, no hay
salvación para nosotros. Al padre le dolía mucho abandonar a los niños,
y pensaba: «Mejor harías partiendo con tus hijos el último bocado».
Pero la mujer no quiso escuchar sus razones, y lo
llenó de reproches e improperios. Quien cede la primera vez, también ha
de ceder la segunda; y, así, el hombre no tuvo valor para negarse.
Pero los niños estaban aún despiertos y oyeron la conversación. Cuando
los viejos se hubieron dormido, levantóse Hänsel con intención de salir
a proveerse de guijarros, como la vez anterior; pero no pudo hacerlo,
pues la mujer había cerrado la puerta. Dijo, no obstante, a su
hermanita, para consolarla: - No llores, Gretel, y duerme tranquila,
que Dios Nuestro Señor nos ayudará. A la madrugada siguiente se
presentó la mujer a sacarlos de la cama y les dio su pedacito de pan,
más pequeño aún que la vez anterior. Camino del bosque, Hänsel iba
desmigajando el pan en el bolsillo y, deteniéndose de trecho en trecho,
dejaba caer miguitas en el suelo. - Hänsel, ¿por qué te paras a mirar
atrás? -preguntóle el padre-. ¡Vamos, no te entretengas! - Estoy
mirando mi palomita, que desde el tejado me dice adiós. - ¡Bobo!
-intervino la mujer-, no es tu palomita, sino el sol de la mañana, que
brilla en la chimenea. Pero Hänsel fue sembrando de migas todo el
camino. La madrastra condujo a los niños aún más adentro del bosque, a
un lugar en el que nunca había estado. Encendieron una gran hoguera, y
la mujer les dijo: - Quedaos aquí, pequeños, y si os cansáis, echad una
siestecita.
Nosotros vamos por leña; al atardecer, cuando
hayamos terminado, volveremos a recogemos. A mediodía, Gretel partió su
pan con Hänsel, ya que él había esparcido el suyo por el camino. Luego
se quedaron dormidos, sin que nadie se presentara a buscar a los
pobrecillos; se despertaron cuando era ya de noche oscura. Hänsel
consoló a Gretel diciéndole: - Espera un poco, hermanita, a que salga
la luna; entonces veremos las migas de pan que yo he esparcido, y que
nos mostrarán el camino de vuelta. Cuando salió la luna, se dispusieron
a regresar; pero no encontraron ni una sola miga; se las habían comido
los mil pajarillos que volaban por el bosque. Dijo Hänsel a Gretel: -
Ya daremos con el camino -pero no lo encontraron. Anduvieron toda la
noche y todo el día siguiente, desde la madrugada hasta el atardecer,
sin lograr salir del bosque; sufrían además de hambre, pues no habían
comido más que unos pocos frutos silvestres, recogidos del suelo. Y
como se sentían tan cansados que las piernas se negaban ya a
sostenerlos, echáronse al pie de un árbol y se quedaron dormidos.
Y amaneció el día tercero desde que salieron de casa. Reanudaron la marcha, pero cada vez se extraviaban más en el bosque. Si alguien no acudía pronto en su ayuda, estaban condenados a morir de hambre. Pero he aquí que hacia mediodía vieron un hermoso pajarillo, blanco como la nieve, posado en la rama de un árbol; y cantaba tan dulcemente, que se detuvieron a escucharlo. Cuando hubo terminado, abrió sus alas y emprendió el vuelo, y ellos lo siguieron, hasta llegar a una casita, en cuyo tejado se posó; y al acercarse vieron que la casita estaba hecha de pan y cubierta de bizcocho, y las ventanas eran de puro azúcar. - ¡Mira qué bien! -exclamó Hänsel-, aquí podremos sacar el vientre de mal año. Yo comeré un pedacito del tejado; tú, Gretel, puedes probar la ventana, verás cuán dulce es. Se encaramó el niño al tejado y rompió un trocito para probar a qué sabía, mientras su hermanita mordisqueaba en los cristales. Entonces oyeron una voz suave que procedía del interior: «¿Será acaso la ratita la que roe mi casita?» Pero los niños respondieron: «Es el viento, es el viento que sopla violento». Y siguieron comiendo sin desconcertarse. Hänsel, que encontraba el tejado sabrosísimo, desgajó un buen pedazo, y Gretel sacó todo un cristal redondo y se sentó en el suelo, comiendo a dos carrillos. Abrióse entonces la puerta bruscamente, y salió una mujer viejísima, que se apoyaba en una muleta. Los niños se asustaron de tal modo, que soltaron lo que tenían en las manos; pero la vieja, meneando la cabeza, les dijo: - Hola, pequeñines, ¿quién os ha traído?
Y amaneció el día tercero desde que salieron de casa. Reanudaron la marcha, pero cada vez se extraviaban más en el bosque. Si alguien no acudía pronto en su ayuda, estaban condenados a morir de hambre. Pero he aquí que hacia mediodía vieron un hermoso pajarillo, blanco como la nieve, posado en la rama de un árbol; y cantaba tan dulcemente, que se detuvieron a escucharlo. Cuando hubo terminado, abrió sus alas y emprendió el vuelo, y ellos lo siguieron, hasta llegar a una casita, en cuyo tejado se posó; y al acercarse vieron que la casita estaba hecha de pan y cubierta de bizcocho, y las ventanas eran de puro azúcar. - ¡Mira qué bien! -exclamó Hänsel-, aquí podremos sacar el vientre de mal año. Yo comeré un pedacito del tejado; tú, Gretel, puedes probar la ventana, verás cuán dulce es. Se encaramó el niño al tejado y rompió un trocito para probar a qué sabía, mientras su hermanita mordisqueaba en los cristales. Entonces oyeron una voz suave que procedía del interior: «¿Será acaso la ratita la que roe mi casita?» Pero los niños respondieron: «Es el viento, es el viento que sopla violento». Y siguieron comiendo sin desconcertarse. Hänsel, que encontraba el tejado sabrosísimo, desgajó un buen pedazo, y Gretel sacó todo un cristal redondo y se sentó en el suelo, comiendo a dos carrillos. Abrióse entonces la puerta bruscamente, y salió una mujer viejísima, que se apoyaba en una muleta. Los niños se asustaron de tal modo, que soltaron lo que tenían en las manos; pero la vieja, meneando la cabeza, les dijo: - Hola, pequeñines, ¿quién os ha traído?
Entrad y quedaos conmigo, no os haré ningún daño. Y,
cogiéndolos de la mano, los introdujo en la casita, donde había
servida una apetitosa comida: leche con bollos azucarados, manzanas y
nueces. Después los llevó a dos camitas con ropas blancas, y Hänsel y
Gretel se acostaron en ellas, creyéndose en el cielo. La vieja
aparentaba ser muy buena y amable, pero, en realidad, era una bruja
malvada que acechaba a los niños para cazarlos, y había construido la
casita de pan con el único objeto de atraerlos. Cuando uno caía en su
poder, lo mataba, lo guisaba y se lo comía; esto era para ella un gran
banquete. Las brujas tienen los ojos rojizos y son muy cortas de vista;
pero, en cambio, su olfato es muy fino, como el de los animales, por
lo que desde muy lejos ventean la presencia de las personas. Cuando
sintió que se acercaban Hänsel y Gretel, dijo para sus adentros, con
una risotada maligna: «¡Míos son; éstos no se me escapan!». Levantóse
muy de mañana, antes de que los niños se despertasen, y, al verlos
descansar tan plácidamente, con aquellas mejillitas tan sonrosadas y
coloreadas, murmuró entre dientes: «¡Serán un buen bocado!». Y,
agarrando a Hänsel con su mano seca, llevólo a un pequeño establo y lo
encerró detrás de una reja. Gritó y protestó el niño con todas sus
fuerzas, pero todo fue inútil. Dirigióse entonces a la cama de Gretel y
despertó a la pequeña, sacudiéndola rudamente y gritándole: -
Levántate, holgazana, ve a buscar agua y guisa algo bueno para tu
hermano; lo tengo en el establo y quiero que engorde.
Cuando esté bien cebado, me lo comeré. Gretel se echó
a llorar amargamente, pero en vano; hubo de cumplir los mandatos de la
bruja. Desde entonces a Hänsel le sirvieron comidas exquisitas,
mientras Gretel no recibía sino cáscaras de cangrejo. Todas las mañanas
bajaba la vieja al establo y decía: - Hänsel, saca el dedo, que quiero
saber si estás gordo. Pero Hänsel, en vez del dedo, sacaba un
huesecito, y la vieja, que tenía la vista muy mala, pensaba que era
realmente el dedo del niño, y todo era extrañarse de que no engordara.
Cuando, al cabo de cuatro semanas, vio que Hänsel continuaba tan flaco,
perdió la paciencia y no quiso aguardar más tiempo: - Anda, Gretel
-dijo a la niña-, a buscar agua, ¡ligera! Esté gordo o flaco tu
hermano, mañana me lo comeré. ¡Qué desconsuelo el de la hermanita,
cuando venía con el agua, y cómo le corrían las lágrimas por las
mejillas! «¡Dios mío, ayúdanos! -rogaba-. ¡Ojalá nos hubiesen devorado
las fieras del bosque; por lo menos habríamos muerto juntos!». - ¡Basta
de lloriqueos! -gritó la vieja-; de nada han de servirte. Por la
madrugada, Gretel hubo de salir a llenar de agua el caldero y encender
fuego. - Primero coceremos pan -dijo la bruja-. Ya he calentado el
horno y preparado la masa -. Y de un empujón llevó a la pobre niña
hasta el horno, de cuya boca salían grandes llamas. Entra a ver si está
bastante caliente para meter el pan -mandó la vieja. Su intención era
cerrar la puerta del horno cuando la niña estuviese en su interior,
asarla y comérsela también. Pero Gretel le adivinó el pensamiento y
dijo: - No sé cómo hay que hacerlo; ¿cómo lo haré para entrar? -
¡Habráse visto criatura más tonta! -replicó la bruja-. Bastante grande
es la abertura; yo misma podría pasar por ella -y, para demostrárselo,
se adelantó y metió la cabeza en la boca del horno. Entonces Gretel, de
un empujón, la precipitó en el interior y, cerrando la puerta de
hierro, corrió el cerrojo. ¡Allí era de oír la de chillidos que daba la
bruja! ¡Qué gritos más pavorosos! Pero la niña echó a correr, y la
malvada hechicera hubo de morir quemada miserablemente.
Corrió Gretel al establo donde estaba encerrado
Hänsel y le abrió la puerta, exclamando: ¡Hänsel, estamos salvados; ya
está muerta la bruja! Saltó el niño afuera, como un pájaro al que se le
abre la jaula. ¡Qué alegría sintieron los dos, y cómo se arrojaron al
cuello uno del otro, y qué de abrazos y besos! Y como ya nada tenían
que temer, recorrieron la casa de la bruja, y en todos los rincones
encontraron cajas llenas de perlas y piedras preciosas. - ¡Más valen
éstas que los guijarros! -exclamó Hänsel, llenándose de ellas los
bolsillos. Y dijo Gretel: - También yo quiero llevar algo a casa -y, a
su vez, se llenó el delantal de pedrería. - Vámonos ahora -dijo el
niño-; debemos salir de este bosque embrujado -. A unas dos horas de
andar llegaron a un gran río. - No podremos pasarlo -observó Hänsel-,
no veo ni puente ni pasarela. - Ni tampoco hay barquita alguna -añadió
Gretel-; pero allí nada un pato blanco, y si se lo pido nos ayudará a
pasar el río -.

fin ......
OTRO CUENTO DE BRUJAS
Había una vez, en medio del bosque, una casa de color gris cuyo aspecto transmitía algo de temor. Parecía una casa deshabitada, pues las ventanas estaban llenas de tela de araña y de lo sucios que estaban los cristales de las ventanas, se hacía imposible ver el interior de la casa.
Pero, sin embargo, había alguien viviendo allí… una bruja a la que todo el mundo conocía por “la bruja piruja“.
La bruja piruja, tenía una verruga en la punta de su gran nariz, unos grandes ojos negros y pelo de color gris y blanco. Sí, era una bruja, pero además una bruja muy fea y que daba mucho miedo mirarla.
La Bruja Piruja había vivido siempre en el bosque, y determinados días del año, rondaba por los alrededores de un pueblo que se encontraba a un par de kilómetros de su casa, para asustar a la gente que allí vivía.
Hoy, era uno de esos días en los que nuestra protagonista, la Bruja Piruja, iría al pueblo. Como toda bruja, para ir de un lugar a otro, utilizaba su escoba voladora. Así que, vestida con ropas oscuras, se puso su gorro puntiagudo negro, cogió su escoba voladora y se puso en camino.
Estaba atardeciendo, y la Bruja Piruja ya había llegado al pueblo. Cuando algunos vecinos que andaban por las calles del pueblo, vieron la silueta de la Bruja Piruja montada en su escoba volando de un lado para otro, salieron corriendo hacia sus casas todo lo rápido que pudierais imaginar.
La Bruja Piruja no podía parar de reír: “Ja ja ja”, al ver a aquellas personas huir del miedo.
De repente, alguien que se encontraba en una de las calles del pueblo llamó a la Bruja: “¿Tu eres la Bruja Piruja?“, dijo un niño que no tendría más de 6 años.
La Bruja, se quedó parada encima de su escoba voladora, mirando al niño y preguntándose por qué no había salido corriendo como el resto. Y respondió: ” Sí, yo soy la Bruja Pirujaaaaa“.
Entonces, el niño volvió a preguntar: “¿y por qué vienes al pueblo a asustar a la gente?“.
La bruja se quedó sin palabras, y al rato le contestó: “Te voy a contar un secreto, pequeño, ya ves que las brujas somos un poco feas, tenemos verrugas y volamos en escoba, y lo único que hacemos cuando venimos al pueblo es ir a comprar comida, pero cuando la gente nos ve, se asusta…“.
“Entonces… ¿no sois malas? y ¿no queréis hacer daño a los niños y a sus padres?”, preguntó el niño.
“Claro que no!!! solo queremos comprar y volver al bosque, ya me gustaría no dar miedo a la gente y poder pasear tranquilamente por las calles sin que salgan corriendo al verme…”, contestó la bruja con cara triste.
A partir de ese momento, el niño quiso que todo el pueblo conociera la historia real de las brujas, así que fue casa por casa, contando que las brujas eran buenas y que no hacían daño a nadie.
Así fue, como las brujas consiguieron convivir con la gente del pueblo, y los vecinos aprendieron a valorar el interior de las personas y no la apariencia, pues puede llevar a confundirnos.
FIN.....

MUY MALA SUERTE
Suerte era
el nombre de una bruja malvada y caprichosa. Tanto daño hacía con sus hechizos,
que todos temían que “la
Mala Suerte ” pasara siquiera cerca de sus casas.
Constantemente trataban de esconderse de ella, ocultándose en cualquier lugar.
Pero una noche,
un joven decidió salir a su encuentro. Cuando la bruja lo vio llegar tan
decidido y valiente, le preguntó sorprendida:
- ¿A dónde
vas tan tarde, joven? ¿Cómo es que no tienes miedo?
Es que voy en busca de una bruja. La llamanla Buena Suerte-
respondió el muchacho.
- Te equivocas- dijo la bruja- Yo soy esa bruja, aunque me llamanla Mala Suerte. Esa que
dices no existe.
- Ah, claro que existe. Simplemente no eres tú. Será otra bruja con un nombre parecido.
Es que voy en busca de una bruja. La llaman
- Te equivocas- dijo la bruja- Yo soy esa bruja, aunque me llaman
- Ah, claro que existe. Simplemente no eres tú. Será otra bruja con un nombre parecido.
Suerte era
una bruja solitaria, y como buena bruja solitaria estaba segura de que no había
ninguna otra bruja en toda la comarca, y menos aún con su mismo nombre. Así que
insistió.
- Entonces
tienes que estar buscándome a mí, a la Mala Suerte.
- Que noooo -respondió obstinado el joven- ¿Has oído alguna
vez que alguien busque a la
Mala Suerte ? ¡Claro que no! Te repito que yo busco a la Buena Suerte.
La bruja se
molestó un poco, pero segura como estaba de que se trataba de ella, decidió
investigar un poco.
- ¿La has
visto alguna vez? ¿Cómo la vas a reconocer? - preguntó.
- No la he visto nunca, pero será fácil reconocerla. Dicen que hace cosas buenas.
- Yo puedo hacer cosas buenas- respondió la bruja-. ¡Mira!
- No la he visto nunca, pero será fácil reconocerla. Dicen que hace cosas buenas.
- Yo puedo hacer cosas buenas- respondió la bruja-. ¡Mira!
Y al decir
eso, convirtió una piedra en una sabrosísima manzana, y se la ofreció al joven.
- No es solo
eso. La Buena Suerte
protege a los que la encuentran.
- ¡Pero yo también! - protestó la bruja, al tiempo que golpeaba el hombro del joven para apartar un escorpión que estaba a punto de clavarle su aguijón.
- ¡Pero yo también! - protestó la bruja, al tiempo que golpeaba el hombro del joven para apartar un escorpión que estaba a punto de clavarle su aguijón.
Así
siguieron hablando durante toda la noche. A cada cosa que comentaba el joven,
la bruja trataba de convencerlo de que era a ella a quien buscaba. Cuando llegó
la hora de separarse, el joven dijo.
- Casi me
has convencido, pero hay una cosa más. La Buena Suerte siempre
espera a los que la buscan.
- ¡Yo también lo haré! Vuelve mañana a buscarme - se despidió la bruja.
- ¡Yo también lo haré! Vuelve mañana a buscarme - se despidió la bruja.
Y aunque la
bruja siguió haciendo de las suyas, cada noche volvía a esperar al joven. A
veces cambiaba de sitio, o de forma, o de ánimo, o de color, pero siempre
estaba allí, esperando al joven. Y a quienes se atrevan a salir a buscarla,
para quienes ha reservado sus mejores cuidados y regalos.

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